¿El arte roto sigue siendo arte?
El arte puede incorporar un paso más en su proceso, como involucrar al público, a otros artistas o accidentes
A lo largo de la historia más reciente, hemos visto una evolución de lo que clasificamos o no como arte. Desde el dadaísmo hasta la performance, explorar los límites de este término se ha convertido en un arte en sí. Incluso su destrucción o terceras personas pueden entrar en juego.
Cuando pensamos en la destrucción de obras, nuestra primera idea puede ser acerca de los recientes altercados que involucran a activistas climáticos; los cuales generan un foco de atención a problemas medioambientales vandalizando obras artísticas de gran valor cultural. Sin embargo, ya sea de forma accidental o premeditada, hay casos donde son los propios artistas de la obra u otros totalmente ajenos los que cometen el acto vandálico en nombre del arte.
Recientemente, un grupo de espectadores de la feria Art Wynwood de Miami creyeron estar presenciando una acción performática: Una asistente golpea accidentalmente una obra expuesta, que caía al suelo y se hacía pedazos. Sin embargo, no se trataba de nada preparado ni intencionado. La mujer hizo caer una de las miniaturas de Balloon Dog, del artista Jeff Koons (el más caro aun con vida) valorada en 42 mil dólares. Según los presentes, nadie fue consciente de lo que ocurría hasta que un trabajador barrió los trozos de la escultura. Si a alguien le preocupa que el precio caiga en saco roto, al parecer la mujer tiene un nivel económico tan elevado que (se especula) repodría el importe.

Sí que fue intencionado el conocido destrozo por parte del anónimo artista Banksy. En 2018, y tras vender Girl with Balloon por poco más de 1,1 millones de euros, la lámina fue triturada por el propio marco. ¿Perdió su valor? En absoluto, su precio permaneció intacto y solo se cambió el nombre de la obra a Love is in the bin y una nueva pieza había nacido. Además de por su riguroso secretismo, si por algo es conocido Banksy es por no ser convencional, por mandar mensajes (como que romper la obra no altera su precio) y por jugar en los limites de lo permitido. Porque la historia hubiese sido diferente si la compradora no hubiese aceptado una obra tan exorbitantemente cara por piezas.

Otras obras pasan a ser lo que acabaron siendo por medio de otros artistas, a menudo sin permiso del original. Es el caso de la obra My bed de Tracey Emin. La obra galardonada con el premio Turner consistía en el “ecosistema” que la artista creó alrededor de su cama durante cuatro días, con elementos que iban desde condones usados hasta la ropa interior de Emin. Durante su exposición en el museo Tate de Londres en 1999, JJ Xi y Yuan Chai, artistas pertenecientes al movimiento Stuckism (fundado, casualmente, por la expareja de Emin) asaltaron la obra para tener una pelea de pijamas que finalmente fue detenida por la seguridad del museo, no sin antes generar la misma confusión que ha tenido lugar en el primer ejemplo: la gente pensaba que formaba parte de la exposición. Como la cama ya no estaba en condiciones intactas, podríamos estar hablando de otra obra totalmente distinta.

Incluso, hay obras que pueden ser totalmente diferentes según sea el espectador. Es el caso de Ritmo cero, la acción performática de Marina Abramovich de 1974. Con una variedad de objetos, desde una pluma hasta un arma cargada, la artista serbia sería el blanco del deseo del público durante seis horas continuas, creando una pieza coral volcada en su propio cuerpo, que a día de hoy aún tiene cicatrices. El resultado final hubiese variado si la persona que le cortó el cuello, o la que le escribió en la espalda y la que le apuntó con el revólver no estuviesen implicados, compartiendo así la posición de espectador y artista y marcando por siempre una obra que podría no haber sido sin su participación.

Aunque si hay una obra que requiere la participación del público que me resulta especialmente significativa, esa es la conocida como Retrato de Ross en los Ángeles por Félix González Torres. Aunque se trata de una esquina con caramelos apilados que se nos invita a coger, la carga emotiva se encuentra en un detalle: hay 175 libras (casi 80 kilos) de estos dulces. Lo mismo que pesaba su pareja, el propio Ross, al morir de SIDA.
Hay dos interpretaciones extendidas acerca de la efímera escultura: cómo González nos invita a descubrir lo dulce que fue su relación, a compartirla y saborearla por un tiempo limitado; y cómo el sida es una enfermedad que se va llevando partes de ti como nosotros nos llevamos partes de la obra. Al final del día, se repondrían los caramelos y Ross volvía a estar ahí, aunque ya había fallecido. Cinco años después, el artista murió de la misma enfermedad que su pareja.

Sin saberlo, muchas de las obras que han llegado a nuestros días han contado con modificaciones, arreglos o segundas oportunidades. Incluso si lo pensamos, la restauración de las mismas puede ser considerada como la colaboración de otras manos, de otro artista, para tener un resultado completamente satisfactorio pero aún así, modificado. Aunque eso no es nada nuevo, al arte no se le puede dejar estar.