Historia del cainismo español
En los últimos años, Cataluña ha avanzado de forma vertiginosa hacia un modelo de idolatría por la identidad, fabricando catalanes de primera y de segunda y exaltando impúdicamente el origen étnico del individuo
“Llegados a este momento histórico, y como presidente de la Generalitat, asumo al presentar los resultados del referéndum ante el Parlamento y nuestros conciudadanos, el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república”. Aquel primero de octubre de 2017, el mismo día en que el expresidente Puigdemont expresara estas palabras, no es que el separatismo tuviera un mal día, sino que pudimos contemplar la viva imagen de un proyecto identitario y profundamente reaccionario. Esto es, la xenofobia mostró su rostro más patente.
Pero antes de profundizar en el denominado procés, hagamos un repaso por la historia, no siempre ejemplar, del nacionalismo centrífugo. Hoy los "Jordis" proliferan en la política catalana y por ello es conveniente conocer en profundidad al más Jordi de entre los "Jordis": Jordi Pujol i Soley, aquel al que el añorado Josep Tarradellas dedicaba dulces elogios:
“Conociendo al personaje, yo lo tengo claro. Luchará y pactará hasta con el diablo para ser president, porque ahí espera tener su mejor escudo. Mire, amigo mío, este hombre en cuanto estalle el escándalo de su banco se liará la estelada a su cuerpo y se hará víctima del centralismo de Madrid... Ya lo estoy viendo: ‘Catalans, España nos roba... No nos dan ni la mitad de lo que nosotros les damos y además pisotean nuestra lengua... Catalans, ¡Visca Catalunya!’. Sí, esa será su política en cuanto llegue a la Presidencia, el victimismo y el nacionalismo a ultranza”.
Jordi Pujol, aquel señor tan afable y compasivo con el hombre andaluz. Aunque siendo conocedores de la letanía de perlas que ha dejado para la historia el separatismo, el señor Pujol tiene mucho que envidiar. Ya saben, aquello del pijerío español, el desquicio y la locura castellana, la pasión colonizadora del español promedio… ¡qué sería de nosotros sin nuestros Torras y Junqueras y sus lindezas! Pero volvamos a nuestro querido Pujol. Un ya lejano 20 de marzo de 1980, la por aquel entonces Convergència i Unió llegaba al gobierno de la Generalitat invistiendo al señor Pujol como president. Poco tardaría en hacer de la identidad su sello personal durante los siguientes 23 años.
Desde que el pujolismo tomara las riendas de Cataluña, la decadencia ha sido la norma. En apenas unas décadas, la ciudad condal pasó de ser una ciudad abierta, liberal, cosmopolita, moderna… a ser absorbida por el auge de la Movida madrileña y convertirse en lo que es hoy: el conejillo de Indias del proceso soberanista. El espíritu del 92 fue un destello de luz entre tantos aspavientos: Barcelona caminaba de nuevo junto al resto de España ensimismando al mundo entero con su belleza y encanto. Pero esa belleza y ese encanto fueron efímeros. Desde entonces, el odio, la ruptura y el fanatismo han campado a sus anchas.
Cataluña se rompió en dos pedazos. Dos almas que, a día de hoy, a duras penas conviven. Por un lado, aquellos que abrazan la ruptura, nostálgicos de una quimérica nación que nunca fue; por el otro, quienes resisten de forma heroica en su custodia de los valores del 78: libertad e igualdad. Los primeros, acólitos de la fe separatista, han hecho de la política un instrumento de violencia contra la otra mitad de Cataluña y el resto de España durante décadas, haciendo de la aversión al distinto su principal baza. La estrategia es, cuanto menos, perversa: anular a todo aquel que disienta. Anular a quien, en todo su derecho, exige ser instruido en su lengua oficial; anular a quienes creen que la convivencia pasa, ineludiblemente, por el respeto a la ley; anular a quienes exaltan al individuo frente a la turba; anular, en definitiva, a quienes dicen sí a la reforma frente al rupturismo.
A pesar de todo, el fatídico 1 de octubre de 2017 supuso un punto de inflexión. Aquel día el constitucionalismo logró rearmarse frente a quienes orquestaron un golpe de Estado, de una dimensión incluso superior a la del 23-F. Apenas 48 horas después, Su Majestad el Rey jugó un papel histórico y decisivo en defensa del orden constitucional, y días más tarde, por primera vez, esa otra mitad de catalanes anulados e inhibidos salió a las calles de forma masiva a decir basta. Basta a la violencia, la xenofobia, la ruptura, el adanismo y el fanatismo. Miles de catalanes exigiendo una Cataluña donde nunca más pensar distinto estuviera penado.

Aún queda camino por recorrer para recuperar la prosperidad y la dignidad que merece la tierra que reimaginó Gaudí, pero el cambio ya es imparable. El mejor ejemplo de ello son plataformas como S´ha Acabat! —espectacular dique de contención frente a la mefistofélica apropiación de la universidad por parte del nacionalismo—, Escuela de Todos o Asamblea por una Escuela Bilingüe de Cataluña. Pero tampoco pequemos de ingenuos, el rearme moral frente a la religión separatista requiere de perseverancia y convicción en cuanto a valores y principios. La construcción de una Cataluña democrática pasa, de forma ineluctable, por una defensa férrea del español y de lo español, con coraje y sin complejos.