Las depuraciones de la II República
Un paralelismo con la actualidad, las sospechas masivas y los juicios alejados de la justicia

Cuando los políticos deciden jugar con la historia y configurarla a su antojo, definitivamente, debemos desconfiar. Tal vez lo hagan para servirse del desconocimiento colectivo y poder perpetrar con mayor facilidad sus fechorías ignominiosas, pues si la gente no conoce los antecedentes, no existe un pasado del que servirse. Si encima tergiversamos ese pasado, la posibilidad de predecir el futuro nos es arrebatada ¿Por qué entonces no sospechar cuando se promulgan leyes sobre la historia? ¿Acaso la historia necesita de la regulación e intervención del Estado? El gran Antonio Escohotado decía aquello de que “La verdad se defiende sola. Sólo la mentira necesita ayuda del Gobierno”. ¿Por qué esa obsesión por deformar los hechos pasados mediante el armamento legislativo?
La Segunda República constituye uno de los episodios más relevantes de la historia reciente de nuestro país y también uno de los que más polémicas suscita, además de haber sido objeto de esa legislación muy política y nada histórica. Quizás si el desconocimiento de la mayoría de los españoles – jóvenes y no tan jóvenes – acerca de este periodo no fuese tan elevado, trataríamos el tema con una menor visceralidad. Por supuesto, el hecho de que la política no haya dejado la explicación y recreación de la historia a los historiadores ha sido también determinante. Uno de los aspectos más interesantes, a la par que ignorados, de la Segunda República es el de las llamadas depuraciones, sobre las que trataremos en este artículo intentando que la historia nos permita aprender a partir del ayer y, de esta manera, descubrir similitudes entre lo que hoy nos encontramos y en lo que hace años erramos, arrojando algo de luz sobre la actualidad.
El 19 de julio de 1936 José Giral Pereira alcanzaba la presidencia del Consejo de Ministros durante la Segunda República. Tres días después de acceder al cargo, el propio Giral promulgó el decreto de 22 de junio de 1936 con el que se iniciarían las llamadas depuraciones de la República. Mediante este decreto se pretende cesar a todos los empleados públicos que hubiesen participado en el “movimiento subversivo o fueran notoriamente enemigos del régimen”. Determinar la participación en la sublevación no es una tarea imposible, el problema surge como consecuencia del amplio margen para la subjetividad a la hora de etiquetar a los supuestos enemigos del Régimen, entre otras cosas, porque no se llegó a determinar qué era eso del Régimen y hasta dónde alcanzaba. La discrecionalidad por parte del gobierno era total y esta situación se agravó aún más tras la promulgación del decreto del 26 de julio de 1936, mediante el cual los directores generales y jefes de todas las administraciones estaban obligados a delatar a todos aquellos funcionarios que hubiesen colaborado de cualquier manera con el “movimiento subversivo”, sin importar el peligro que conlleva encomendar a las personas la deshonrosa tarea de señalar a sus semejantes.

Tras la aplicación de estos decretos fueron cesados a las semanas siguientes en Madrid más de cuatro mil maestros al ser considerados sospechosos de ser enemigos del “Régimen”. Las depuraciones continuaron más adelante bajo el gobierno de Largo Caballero. La promulgación del decreto de 27 de septiembre de 1936 provocó la suspensión de derechos de todos los funcionarios con independencia de su situación – salvo el ejército –. Para poder recuperar sus puestos, se obligó a los propios funcionarios a realizar un cuestionario en el que eran preguntados acerca del partido o partidos políticos a los que hubiesen pertenecido antes del levantamiento, con qué asociación u organización social habían simpatizado o de qué manera colaboraban con la República para combatir contra los enemigos del “Régimen”, teniendo que aportar pruebas que demostrasen su lealtad a la República y su buen hacer.
Las depuraciones alcanzaron también al ámbito de la educación. El propio gobierno de Largo Caballero mediante uno de sus decretos dispuso que los enemigos de la República no eran “acreedores a recibir enseñanza de ésta ni podían aspirar a títulos académicos que les exalten a puestos de responsabilidad o dirección en ella”. Quedaron así los afectados suspendidos de todos los logros y derechos académicos conseguidos hasta entonces. Para acceder a la universidad fue requisito ser seleccionado por un comité específico formado por miembros de la Federación Universitaria Escolar, que estaba a su vez integrada por el Frente Popular. Los equipos de gobierno y dirección de las universidades – esto es, rectores, vicerrectores y decanos – eran designados por la propia Federación Universitaria Escolar. En definitiva, la politización de la toma de decisiones y los órganos de control era total.

También la Justicia sufrió los efectos de las depuraciones con otro de los decretos, concretamente, con el de 21 de agosto de 1936. De esta forma y “para asegurar en todo momento la defensa del Estado republicano”, podían ser suspendidos de su puesto todos los funcionarios del ministerio de Justicia cuando existiesen sospechas de su participación, directa o indirecta, en el momento sedicioso. Esta suspensión implicaba también a aquellos funcionarios a los que “se les haya observado una conducta que, sin acreditarles claramente como enemigos del régimen, exija una justificación a juicio”. Más tarde se promulgó un nuevo decreto que habilitaba a la Junta de Inspección de Tribunales investigar la vida privada de los funcionarios de Justicia garantizando así su adhesión y colaboración con la República.
Los señalamientos masivos y el subsiguiente castigo fueron las consecuencias de esa política del “o con nosotros o contra nosotros”, una forma de entender la realidad que también conocemos a día de hoy. Sin ir más lejos, en las últimas semanas en nuestro país no se ha hablado de otra cosa que no fuese del “asunto Rubiales”. Tras la gesta histórica de la selección femenina de fútbol, que se alzó con su primer mundial – siendo este el trofeo más importante que se puede conseguir en el ámbito de las selecciones –, la atención de toda España se centró en el deplorable comportamiento de Luis Rubiales. Al gesto indecoroso que el expresidente de la RFEF hizo en el palco al lado de la reina Letizia y la infanta Sofía, le siguió el famoso beso con una jugadora de la propia selección.
A partir de ese momento, comenzaron los juicios públicos y mediáticos, sin garantías de ningún tipo; juicios que han ido alcanzando a distintos personajes según se incrementaba el cerco. Primero, al propio Rubiales, más tarde a los que le aplaudieron – entre los que se encuentran los dos seleccionadores nacionales –, poco después a quienes no mostraron públicamente su opinión contra lo sucedido y, al final, terminó por ser insuficiente incluso manifestarse a favor de Jenni Hermoso porque ya era demasiado tarde. Se ha ido pidiendo la cabeza de todo aquel que no mostrara su adhesión inquebrantable al discurso único, igual que se depuraba durante la Segunda República a cualquiera que no colaborase con el régimen. En aquel entonces, uno se convertía en sospechoso de pertenecer al bando sublevado y, ahora, uno pasa a ser considerado un machista de la peor calaña.

No hay términos medios ni los ha habido. Los tribunales que han juzgado a los involucrados no han sido los de la justicia, pues al igual que en el caso de la Federación Universitaria Escolar, han estado constituidos por políticos sedientos de sangre y activistas necesitados de causa. Se ha exigido opinar y el que no manifestara claramente la opinión que se esperaba al respecto era depurado; sin importar la presunción de inocencia de la que toda persona goza, porque aunque eso sea lo prudente, no es efectivo. Se obligó a hacer un cuestionario a los trabajadores de la Federación sobre sus simpatías y amistades dentro de la institución, se ha ido buscando inquisitorialmente a ver quién ha aplaudido en algún momento el discurso de Rubiales, que no dejaba de ser, en última instancia, el jefe de todos ellos y, por tanto, la persona que les permitía seguir llevando pan a casa. Se ha ejercido una brutal presión pública y mediática encaminada al señalamiento de los “colaboradores” del expresidente de la RFEF, al igual que se hizo con los colaboradores del levantamiento, y se ha olvidado que una parte de la libertad de expresión consiste, también, en la ausencia total de expresión alguna, es decir, en el silencio.
Si seguimos aceptando y participando del cerco este se hará cada vez más estrecho y llegará un día en que nos termine tocando. Decía Churchill “queríais paz sin honra, y ahora no tenéis ni paz, ni honra”. Cuando hay una “polémica” compramos lo que se nos dice que debemos expresar al respecto porque, de momento, no nos cuesta en exceso y nos ahorramos problemas. Cuando no lo hagamos o no en la forma en que se quiere seremos entonces depurados. No podemos construir una sociedad en la que estemos obligados a reproducir como cotorras argentinas lo que un puñado de lunáticos enfermos de odio desee, debe haber espacio para una infinita gama de grises entre el blanco y el negro sobre la que situarse y el hecho de hacerlo no puede implicar una lapidación pública.
Basta con perseguir al perseguido, no podemos también ir tras su familia ni tras la gente que le sea cercana. Realmente el castigo tampoco debe ser contra alguien, sino contra su comportamiento equivocado; se debe tener la esperanza de que uno puede enmendar y mejorarse como persona. Si nos volvemos intransigentes con esto y nos abrimos a la persecución histérica y colectiva perderemos el rumbo. Y, por último, un breve recordatorio. Todos hemos hecho algo que no debíamos en algún momento y, más importante aún, todos nos hemos sentado con gente que ha hecho algo que no debía. ¿Somos entonces responsables de sus equivocaciones? ¿Debemos pagar por nuestra opinión o simpatía sobre terceros que han cometido errores?